Motivación jurídica y futuro: el valor de lo esencial
Álvaro Perea González
Letrado de la Administración de Justicia
Diario La Ley, Nº 9654, Sección Plan de Choque de la Justicia / Tribuna, 16 de Junio de 2020, Wolters Kluwer
El derecho a tutela judicial efectiva (artículo 24.1 Constitución Española ) comporta, entre otras cosas, el derecho de las partes a obtener una resolución motivada y fundada en Derecho. Conforme a un sólido cuerpo jurisprudencial (por todas: Sentencia del Tribunal Constitucional núm. 34/2008 de 25 febrero . Ponente: Su Excma. Sra. D.ª María Emilia Casas Baamonde), esta resolución debe evidenciar la relación directa y manifiesta entre la norma declarada aplicable y el fallo exteriorizado a través de la argumentación jurídica, de modo que en la misma resolución se evidencia de modo incuestionable que su razón de ser es una aplicación razonada de las normas que se consideran adecuadas al caso. Así, es absolutamente imprescindible, no sólo la inclusión de las razones de hecho y de derecho que fundamentan la medida acordada por el órgano judicial, sino también, de forma imperativa, las razones justificativas que expresan o traslucen la argumentación axiológica que conduce al sentido de la decisión.
La importancia de esa exigencia de fundamentación no se encuentra en la simple satisfacción de un derecho con rango fundamental, sino que aún más allá de esas fronteras del derecho subjetivo, la argumentación jurídica judicial cumple la misión trascendental de alzar las murallas del Estado de Derecho (artículo 1.1 CE ) ante la amenaza de la arbitrariedad; solamente una correcta, expresa, coherente y explícita motivación en la decisión de un órgano público permite el auténtico y debido control sobre la actividad del mismo, consintiendo conocer sus razones y salvaguardando su propia legitimidad a través de la averiguación posible de su sentido de actuación. La tutela judicial efectiva, en esta clave de perspectiva, es una garantía de primer orden frente a la ominosa arbitrariedad, frente a la irrazonabilidad; que, además, conecta los derechos del ciudadano con la primacía de la ley (artículo 117.1 CE ), causa generadora del legítimo ejercicio de la función jurisdiccional.
Cuando se escriben estas líneas, todavía es desconocido el texto del Anteproyecto de Ley de Medidas Procesales, Tecnológicas y de Implantación de Medios de Solución de Diferencias que prepara el Ministerio de Justicia. De él sólo conocemos que se trata de un proyecto legislativo ambicioso que pretende reformar gran parte del ordenamiento procesal con la finalidad de brindar nuevos o más reforzados mecanismos de solución de diferencias que «rompan la dinámica de la confrontación» y que permitan encontrar «soluciones consensuadas». Nada podemos objetar a tan relevante —y necesaria— intención, pero sí conviene —¿qué otra función puede esperarse de la opinión jurídica?— recordar al prelegislador una cuestión que llevamos olvidando mucho tiempo los propios operadores jurídicos y que, por causa del COVID-19, va camino de hacer ordinario lo extraordinario: que la motivación, la argumentación, la explicación razonada en Derecho, no es sino la única clave que permite decidir con acierto los conflictos, evitando la litigiosidad excesiva y conduciendo a las partes en conflicto al punto de comunión que sólo puede —intentar— ofrecer la aplicación justificada del Derecho.
El impacto de la pandemia causada por el coronavirus SARS-CoV-2 en nuestra sociedad, produjo, en el escenario judicial, una intensa actividad de orientación normativa cuyo eje vertebrador —debemos ser críticos— fue la pretensión de simplificación procesal a cualquier coste; incluidas las garantías más elementales que resguardan la defensa. Todos, imbuidos por la celeridad que impone el deber no realizado en plazo, nos inclinamos a la promoción de medidas o reformas que, en su mayoría, pudieran servir para paliar en mayor o menor grado la litigiosidad post-COVID-19 a corto o medio plazo pero que, muy probablemente, en un futuro posterior, habrían convertido el ordenamiento jurídico procesal en un pandemónium; el peor sitio en el que nadie desearía estar; menos aún para defender sus legítimos derechos y expectativas. Y debemos ser conscientes de ello, haciendo examen de conciencia, para que aquellos que desde una u otra perspectiva judicial desempeñamos cometidos profesionales no renunciemos —jamás— a la idea básica de que el Derecho exige de argumentos y razones, que la aplicación de la legalidad no es un capricho, sino una necesidad impuesta por la conflictividad consustancial a todos nosotros. No podemos ejecutar los avales que nos confiere la Ley, porque más tarde no habrá crédito que pagar; la seguridad jurídica es una conquista irrenunciable; la tutela judicial efectiva, también.
El reto que representa la transformación o adaptación del ordenamiento procesal a lo que se conoce como un «sistema multipuestos» es significativo. España no es un país con una «cultura» social abierta a la negociación; más bien al contrario, nuestro espíritu es proclive a la exaltación y la confrontación; sin embargo, las constataciones del presente no deben impedir el devenir sino, al contrario, estimularlo; presentar el desafío y —quién sabe— obtener en el diálogo lo que a veces perdemos en la disputa. Nada está escrito, salvo una cosa, una lección reaprendida en estas últimas semanas: el irrenunciable valor de la argumentación jurídica como remedio frente a la controversia; el imposible destierro de las garantías, de los derechos más elementales que nutren y enraízan en el proceso; esa línea roja que se dibuja sobre la posición de la parte.
Con todas las salvedades que impone el desconocimiento de la letra exacta de la iniciativa, la bienvenida al Anteproyecto de Ley de Medidas Procesales, Tecnológicas y de Implantación de Medios de Solución de Diferencias, debe realizarse rodeándolo de todas las precauciones que hemos tenido ocasión de recordar con la incesante dinámica prelegislativa de las últimas semanas. Pleito testigo, mediación, digitalización…Toda novedad que deba alumbrar el futuro del ordenamiento procesal español debe partir del respeto a las bases esenciales que nos dimos hace mucho tiempo y, sin las cuales, no habríamos llegado hasta aquí. No lo olvidemos. Una de ellas —quizá la más importante— es la que atañe al derecho a obtener una resolución motivada, a la garantía principal de conocer los motivos que conducen a la decisión del conflicto. En el ejercicio de ese derecho entran en juego las esencias de nuestro sistema jurisdiccional pero, más que eso, de nuestro mismo modelo social, de la convivencia que se mantiene sobre la legitimidad conferida a un tercero decisor; sin reglas y sin tercero no hay juicio decisivo, pero la verdad sobre la lógica que mantiene en marcha todo lo que conocemos es mucho más simple: respetamos aquello que admitimos como valioso, pero para que lo valioso sea tal y su reconocimiento pueda ser posible hace falta una nota predeterminada, inexcusable: la argumentación; esa poderosa arma que no se empuña frente a las partes, sino con ellas, frente al riesgo más absoluto, ese que ocasiona la nada, el vacío, el silencio, la profundidad oscura que habita en los pozos de la arbitrariedad.
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