martes, 28 de noviembre de 2017

¿ EXISTE UN DEBER DE COLEGIACION PARA EL EJERCICIO DE LA ABOGACIA?

Gabriel MACANÁS
Doctor en Derecho civil por la Universidad de Bolonia
Profesor de Derecho civil de la Universidad de Murcia
Diario La Ley, Nº 9071, Sección Doctrina, 30 de Octubre de 2017, Editorial Wolters Kluwer
LA LEY 14323/2017
 
 
 
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Resumen
Frente a la asunción general de la obligatoriedad de la colegiación para el ejercicio de la abogacía, las recientes reformas legislativas, así como la doctrina jurisprudencial que las interpreta, abren la puerta a poder considerar que tal colegiación no resulta hoy necesaria para la prestación de tales servicios profesionales. Si, además, la obligatoriedad de la colegiación puede resultar traba para la plena realización de las funciones de un Colegio profesional, así como un obstáculo para la libertad de prestación de los servicios profesionales, bien merece la pena una reconsideración.
I. Introducción
La fuerza de la costumbre a veces lleva a asumir como ciertas —o hasta indiscutibles— algunas premisas que, bien miradas, podrían no serlo en absoluto. La persistencia de los usos o la inercia de un sistema secular coadyuvan, a veces, con una cierta opacidad normativa o hasta con efectivos intereses interpretativos. No es descartable que la solución inicialmente asumida sea la cierta pero nunca, en ningún caso, podrá serlo sin motivo, ni ser norma sin una fuente jurídica en vigor.
En general, se asume que todo abogado debe ser un abogado colegiado para intervenir en un juicio. Incluso colegiado como ejerciente. Sin embargo, más allá del mero convencimiento y de la nuda constatación de lo que en la práctica ocurre, existen argumentos suficientes como para dudar que sea necesario colegiarse como abogado para poder prestar servicios como tal, fuera y dentro del proceso. Abundando las afirmaciones no siempre enteramente justificadas respecto a su inexcusable necesidad, se hace más necesario que conveniente replantearse la cuestión, teniendo además en cuenta que no debe servir una simple duda, estimulada por la rutina, para mantener una restricción tan capital (1) . En los términos fijado por la STC 69/2017 de 25 mayo , «cuando el Estado sujeta a colegiación obligatoria el ejercicio de una concreta profesión, está estableciendo una condición básica que garantiza la igualdad en el ejercicio de los derechos y deberes constitucionales en todo el territorio del Estado, por lo que también está empleando de manera concurrente la competencia recogida en el art. 149.1.1 CE. Concretamente, el Estado estaría introduciendo un límite sustancial que afecta al contenido primario del derecho al trabajo y a la libre elección de profesión u oficio del art. 35.1CE ». No sirve el mero criterio de la conveniencia, ni siquiera una mera apoyatura reglamentaria. Para una restricción de tal calado no sirve nada menos que una certeza legal.

II. Requisitos exigidos para el ejercicio de la abogacía

1. La abogacía como servicio reglado
Es razonable que pueda regularse la exigencia de requisitos o presupuestos para el ejercicio de determinas profesiones. Ocurre, sobre todo, cuando se trata de prestaciones relativas a objetos especialmente sensibles; y también cuando la complejidad técnica de una prestación desborda la información que al cliente le resulta eficiente manejar, de forma que queda en una situación de singular fragilidad y desigualdad frente al profesional. Ambas circunstancias se dan de ordinario en el cliente del abogado, tanto por ser sus propios bienes y derechos objeto directo de la prestación —y siempre que haya proceso a través de su derecho a la tutela judicial efectiva— como por ser el cliente mismo naturalmente lego en una materia que sólo podrá comprender a través de un abogado que, por ese mismo motivo, difícilmente podrá controlar. Por ello, parece conveniente que existan, como existen, previsiones legales específicas que aporten certeza y seguridad, jurídica y material, a los justiciables que necesiten de asistencia letrada.

Así, el actual art. 542 de la LOPJ  no sólo establece que «corresponde en exclusiva la denominación y función de abogado al licenciado en Derecho que ejerza profesionalmente la dirección y defensa de las partes en toda clase de procesos, o el asesoramiento y consejo jurídico», sino que desarrolla, en su segundo y tercer apartados contenidos propios de su prestación profesional, tanto frente al cliente como, excepcionalmente, también frente a la Administración de Justicia. Completa la norma tal caracterización —superficial— de la prestación profesional con la enunciación de su régimen de responsabilidad (arts. 546.2 ) y la libertad de los justiciables para designar a su abogado (art. 545.1 ). Añade, como aparente requisito directo, únicamente el juramento o promesa de acatamiento de la Constitución y el ordenamiento (art. 544.1). Se refuerza además la protección del justiciable en relación con la necesidad esencial de un abogado con la nulidad de cualquier acto procesal que se realice sin intervención de abogado, en los casos en que la ley la establezca como preceptiva (art. 28 ).
La LEC, en su art. 31  establece, como norma general —y con ciertas excepciones— la dirección letrada del litigante por abogados «habilitados para ejercer su profesión». Exige también intervención de abogado, aunque únicamente lo hace en los expedientes en que especialmente lo prevea la ley, el art. 3 de la LJV ). Asimismo, y además de otras previsiones específicas, el art. 118 de la LECrim  incluye dentro del derecho de defensa del reo la asistencia letrada de un abogado, siendo igualmente preceptiva la intervención del mismo. En general, será nulo el acto procesal sin intervención de abogado cuando ésta sea preceptiva (art. 225.4 LEC ), en los mismos términos en que lo dispone la LOPJ.

2. Presupuestos y exigencias legales —vigentes— para ser abogado
Establecida la abogacía como una profesión reglada, y procesalmente necesaria, falta determinar qué se entiende por abogado a tales efectos y, más aún, si dentro de tal concepto ha de incluirse necesariamente la integración del mismo en un colegio profesional.

A) Marco general
La LOPJ sí hace referencia expresa a la colegiación, pero lo hace de forma indirecta, inespecífica y sin un mandato normativo autónomo al disponer, en su art. 544.2 , que «La colegiación de los abogados y procuradores será obligatoria para actuar ante los juzgados y tribunales en los términos previstos en esta ley y por la legislación general sobre Colegios profesionales (…)». Como quiera que la propia LOPJ no prevé ninguna suerte de obligatoriedad al respecto, queda necesariamente la norma remitida al resto del ordenamiento. Con todo, sí se puede extraer una norma general y una consecuencia directa: Por una parte, sólo será obligatoria la colegiación, en los términos previstos por la ley, si los hubiere (cabe colegir cualquier ley en sentido estricto, no necesariamente la LOPJ). Por otra parte, y como consecuencia, asume la LOPJ —como norma general que efectivamente —y salvo en lo que se delimite en los términos que se prevean, como puede ser para el turno de oficio— actuará el abogado, como abogado, sin necesidad de estar colegiado. En suma: de conformidad con la LOPJ, si no hay una previsión de obligatoriedad en tales términos, el abogado no estará obligado a colegiarse y, por lo tanto, podrá ejercer como tal libremente sin colegiación alguna.
En sintonía con lo expuesto, así como con el necesario paradigma de libertad como marco general que sólo puede limitarse legal y justificadamente, el art. 3 de la Ley 2/1974 , de Colegios Profesionales (LCP) —con la redacción dada por la Ley Ómnibus, 25/2009 establece que «Será requisito indispensable para el ejercicio de las profesiones hallarse incorporado al Colegio Profesional correspondiente cuando así lo establezca una ley estatal» (2) . Ya no se trata de una remisión general al ordenamiento, sino que —de forma más adecuada al ámbito competencial de la ley en sentido estricto, así como a los derechos de la competencia y en lo que podrían verse afectados en este ámbito por diferencias normativas autonómicas— la Ley establece que únicamente será requisito la colegiación para el ejercicio de la actividad cuando una ley estatal así lo establezca. Y no es el caso para el supuesto del abogado.
En nada empece lo anterior, ni como norma general ni para el supuesto específico de los abogados, que en relación con tal art. 3 de la LCP ,la Ley 25/2009 ), Ómnibus, estableciera su Disposición Transitoria cuarta . Tal disposición prevé, por una parte, un aparente mandato al Gobierno —consejo quizá, a tenor de lo ocurrido— para fijar en una Ley futura, en el plazo máximo de doce meses, en la que se determinaría para qué profesiones es obligatoria la colegiación (sobrepasados aquellos doce casi cien meses después, no existe aún tal norma, ni tampoco se la espera). Por otra parte, y en tanto entre en vigor tal norma inexistente, dispone que «se mantendrán las obligaciones de colegiación vigentes». Sin embargo, no debería deducirse de tal precepto la existencia de un deber de colegiación en concreto para el abogado, ya que:
En primer lugar, la redacción anterior del tratado art. 3 de la LCP , previo de la Ley Ómnibus —y cuya eventual obligatoriedad habría de mantenerse de conformidad con la DT cuarta señalada—, solamente afirmaba que: «Es requisito indispensable para el ejercicio de las profesiones colegiadas hallarse incorporado al Colegio correspondiente»; sin describir cuáles eran tales profesiones colegiadas. Sí existía una descripción expresa de las mismas en el art 1.2 de la LCP que remitía expresamente a los Colegios de abogados (en cuanto recogidos en el art. 2.I.i) de la Ley Constitutiva de las Cortes), pero quedó derogado en 1979. Difícilmente podría provocar su reviviscencia la disposición transitoria tratada. Por lo tanto, el razonamiento circular del precepto establecía que la profesión colegiada implica colegiación. No parece posible, sin embargo, entenderlo como un mandato general omnicomprensivo, dirigido a cualquier profesión susceptible de haber creado un Colegio, pues, de conformidad con el art. 4 de la LCP,  podría abarcar indiscriminadamente cualquier profesión. Resultaría, además, contrario a la doctrina establecida por la STC 89/1989 , continuamente reiterada desde entonces, en cuanto establece que «el legislador, al hacer uso de la habilitación que le confiere el art. 36 C.E. , deberá hacerlo de forma tal que restrinja lo menos posible, y de modo justificado, tanto el derecho de asociación (art. 22 ) como el de libre elección profesional y de oficio (art. 35) ), y que al decidir, en cada caso concreto, la creación de un Colegio Profesional, en cuanto tal, haya de tener en cuenta que, al afectar la existencia de éste a los derechos fundamentales mencionados, sólo será constitucionalmente lícita cuando esté justificada por la necesidad de servir un interés público», lo que parece contrario a cualquier régimen absoluto de obligatoriedad colegial por defecto.
En segundo lugar, la vigencia de tal deber de colegiación abstracto mantenido en la disposición transitoria habrá de completarse con la preexistencia de un efectivo deber de colegiación. No puede interpretarse la disposición como una reinstauración de la colegiación inevitable para todas las profesiones, sino como la proscripción de aplicar la nueva redacción del art. 3 )de forma derogatoria respecto a otras leyes anteriores, al ser posterior. Por lo tanto, si existía tal deber legal de colegiación, la DT4.ª  haría que el art. 3 no derogase tal deber, sin imponer ningún deber nuevo.
En tercer lugar, y desde una perspectiva más general, la Ley 17/2009, llamada Paraguas, afirma en su art. 5  el principio de libre ejercicio de la prestación de servicios, cuya restricción (en cuanto a los regímenes de autorización, en los que expresamente se incluyen los que puedan imponer los colegios profesionales, ex art. 3 ) «no podrá imponer[se] (…) salvo excepcionalmente y siempre que concurran las siguientes condiciones, que habrán de motivarse suficientemente en la ley que establezca dicho régimen». Se vuelve así subrayar, en un precepto de pleno vigor y aplicación, la necesidad de una disposición legal expresa —aunque fuera anterior a la Ley Ómnibus, en cuanto a su DT4.ª que fundamente la necesidad de colegiación.
Por lo tanto, sin una Ley que determine la exigencia de la colegiación para el ejercicio como abogado, a día de hoy la Disposición Transitoria no puede generar ni presuponer tal exigencia. El inciso «se mantendrán las obligaciones de colegiación vigentes» no puede significar que, hasta el dies ad quem fijado se hace obligatoria toda colegiación para el ejercicio de cualquier profesión; sino que evita la derogación de obligaciones legalmente establecidas, si las hubiere.

Recoge también el Tribunal Constitucional esta necesidad de una Ley que determine la exigencia de colegiación, ex DT4.ª Ley Ómnibus, en su sentencia 3/2013, de 17 de enero , (: «En definitiva, los colegios profesionales voluntarios son, a partir de la Ley 25/2009, de 22 de diciembre, el modelo común, correspondiendo al legislador estatal, conforme a lo establecido en el art. 3.2 , determinar los casos en que la colegiación se exige para el ejercicio profesional y, en consecuencia, también las excepciones, pues éstas no hacen sino delimitar el alcance de la regla de la colegiación obligatoria, actuando como complemento necesario de la misma. La determinación de las profesiones para cuyo ejercicio la colegiación es obligatoria se remite a una ley estatal previendo su disposición transitoria cuarta que, en el plazo de doce meses desde la entrada en vigor de la ley, plazo superado con creces, el Gobierno remitirá a las Cortes el correspondiente proyecto de ley y que, en tanto no se apruebe la ley prevista, la colegiación será obligatoria en los colegios profesionales cuya ley de creación así lo haya establecido». Lo confirma igualmente la STC 144/2013, de 11 de julio, (LA LEY 111430/2013)) en cuanto que: «La colegiación obligatoria no es una exigencia del art. 36 CE ,tal y como pusimos de manifiesto en nuestra FJ 8 sino una decisión del legislador al que este precepto remite. Pero en la medida en que éste decide imponerla para el ejercicio de determinadas profesiones, se constituye en requisito inexcusable para el ejercicio profesional».

B) Ley 34/2006, sobre el acceso a las profesiones de abogado y procurador
La Ley Ómnibus, 25/2009 (LA LEY 23130/2009), configura un marco general, sin que ello sea incompatible con la existencia de normas más específicas, de aplicación preferente en los ámbitos que regulan. En el ámbito de la abogacía, la Ley 34/2006 , sobre el acceso a las profesiones de abogado y procurador, es tanto lex posterior como specialis. De forma directa y específica regula la los presupuestos legalmente establecidos de la profesión de abogado, así como los requisitos que la Ley exige para su ejercicio. Requisitos además, coherentes y sistemáticos tanto con las exigencias expresadas en las normas precedentes —satisfaciendo plenamente los dictados del art. 542 LOPJ y demás preceptos citados—; como con la necesidad de un control objetivo de capacidad para el desempeño de tan relevante función, que necesariamente afecta al derecho de defensa de los clientes. Y, sin embargo, no exige esta Ley la necesidad de colegiación para el ejercicio de la abogacía.
Parte la Ley, en su art. 1 , de las condiciones necesarias para obtener la categoría profesional que denomina como «título profesional de abogado». Pues bien dispone de forma explícita los presupuestos y requisitos para actuación como abogado en su art. «La obtención del título profesional de abogado en la forma determinada por esta ley es necesaria para el desempeño de la asistencia letrada en aquellos procesos judiciales y extrajudiciales en los que la normativa vigente imponga o faculte la intervención de abogado, y, en todo caso, para prestar asistencia letrada o asesoramiento en Derecho utilizando la denominación de abogado». Y, si bien es cierto que el mismo art. 1.2  de la Ley termina advirtiendo que todo ello es «sin perjuicio del cumplimiento de cualesquiera otros requisitos exigidos por la normativa vigente para el ejercicio de la abogacía» no resulta la advertencia contraria a lo expuesto, ni establece más presupuestos en cuanto a la habilitación reglada para actuar como abogado. Habilita únicamente para que otra ley —de conformidad también con lo previsto en el art. 544.2 LOPJ — pueda establecer otros requisitos (como podrían ser los requisitos adicionales para determinadas actuaciones especiales —singularmente en el ámbito de la actuación de oficio—; o hipótesis por realizar como una eventual aseguración obligatoria).
Fijado el título profesional de abogado como único requisito fijado por la Ley para el desempeño general —judicial o no— del ejercicio de la abogacía, dispone dos requisitos la misma norma en su art. 2  —y ni uno más— para su obtención: «Tendrán derecho a obtener el título profesional de abogado o el título profesional de procurador de los tribunales las personas que»: (a) «se encuentren en posesión del título universitario de licenciado en Derecho, o del título de grado»; y (b) «y que acrediten su capacitación profesional mediante la superación de la correspondiente formación especializada y la evaluación regulada por esta ley» (referido a la evaluación regulada en el art. 7 de la Ley ). Por lo tanto, obtenida la titulación universitaria, y superada la formación reglada por la ley, ya se sería abogado y, como tal, se podrá ejercer e intervenir como abogado para todos los supuestos reglados que así lo exijan.
Más aún: la norma requiere que para que el abogado pueda colegiarse deba estar ya, previamente, en posesión de la titulación de abogado (art. 1.4 ). Esto es: no se colegia uno para poder ser abogado (que es lo que la norma exige para ejercer), sino que se debe ser ya abogado para poder colegiarse. La colegiación se erige así como una cualidad distinta, posterior y complementaria al concepto completo de abogado (lo que tiene sentido para resolver especialidades del ejercicio, distinto del general, cual es la actuación de oficio del abogado o la prestación a través del mismo de la asistencia jurídica gratuita —además de como eventual signo cualificatorio del abogado colegiado frente al que no lo es, cara a los clientes—).
Tanto la disposición adicional octava de esta Ley 34/2006  como la disposición transitoria única de la misma norma, insisten en la inexistencia general de un deber de colegiación para la obtención del título de abogado. Para aquellos licenciados no colegiados en el momento de entrada en vigor de la norma, dispone dos posibilidades disyuntivas: bien esos sujetos sí se colegian; bien cumplen con los requisitos generales de la Ley. Se asume, por tanto, la posibilidad de cumplir tales requisitos como alternativa a la colegiación. También el desarrollo reglamentario de la norma, mediante el RD 775/2011, refuerza en su art. 13  la misma idea cuando sí exige expresamente la colegiación, pero no para el ejercicio de la abogacía, sino para que los abogados pueden integrar el personal docente de los cursos de formación (lo que, al mismo tiempo, vuelve a confirmar que se puede ser abogado —en el sentido de la Ley— sin colegiarse; como que la norma sí establece cuando estima oportuno el deber de colegiación, y no lo hace para ser abogado sino para ser docente).
Confirma asimismo tal conclusión la Ley 5/2012, de mediación (a través de la cual que se modificó la citada disposición adicional octava ), declarando en su Exposición de Motivos que «Con arreglo a la Ley 34/2006 , para obtener el título profesional de abogado o procurador de los tribunales es necesario, además de estar en posesión del título universitario de licenciado en Derecho o del correspondiente título de grado, probar su capacitación profesional mediante la superación de la correspondiente formación especializada y de carácter oficial que se adquiere a través de cursos de formación acreditados por el Ministerio de Justicia y el Ministerio de Educación, así como superar una posterior evaluación», sin hacer mención alguna a la colegiación.
Por lo tanto, existen determinadas ocupaciones que aconsejan una cierta regulación para garantizar un mínimo de capacitación del profesional que las desempeñe; y la abogacía es una de ellas. No en vano, la Ley establece una reserva de actuación en favor del abogado y, además, describe de forma concreta qué ha de entenderse como tal, exigiendo un doble requisito de titulación universitaria y evaluación específica. Superados ambos requisitos y obtenido el título de abogado, la Ley no establece ningún otro requisito adicional y, en concreto, no exige la necesidad de que el abogado deba colegiarse para poder ejercer como tal.

3. ¿Puede entenderse la colegiación como un requisito de Orden Público?
Habida cuenta la posible afectación del derecho a la tutela judicial efectiva para el cliente, lo que no es predicable de la generalidad de servicios, sería posible que, aunque no lo hiciera de forma explícita, el resto del Ordenamiento expresara la necesidad de que quien ejerza como abogado esté colegiado. Acaso, al menos en el ámbito del proceso, el derecho a la tutela judicial efectiva del justiciable podría fundamentar, en sí misma, la necesidad de colegiación (3) . O, si la colegiación en sí misma no afectase a tal derecho, menos justificación tendría su obligatoriedad.
Como reflejo de la relevancia que puede tener la reserva de ejercicio de determinadas profesiones, el art. 403 del Código penal  recoge, en el tipo del delito de intrusismo, una tutela específica en relación a las profesiones sometidas a requisitos específicos de ejercicio, en tutela del interés y la importancia del servicio a prestar. Se trata, como expresa la STC 111/1993 de 25 de marzo, de distinguir los supuestos de «(…) toda intromisión que pudiere suponer la lesión o puesta en peligro de tales bienes jurídicos [objeto de servicios especialmente valiosos, como el tratado]» de «la exigencia de un título (…) que no responda sino a intereses privados o colegiales, legítimos y respetables, pero insuficientes por sí solos para justificar la amenaza de una sanción penal como la aquí aplicada». No se trata, por lo demás, de negar la necesidad de una regulación en el ámbito de la profesión de abogado que exija unos requisitos mínimos, sobre los que además de acuerdo existe previsión legal específica, sino de determinar si acaso la colegiación aporta un contenido necesario a aquellos presupuestos de capacitación.
Para el subtipo de intrusismo contenido en el art. 403 CP , relativo a los supuestos en los que «la actividad profesional desarrollada exigiere un título oficial que acredite la capacitación necesaria y habilite legalmente para su ejercicio, y no se estuviere en posesión de dicho título», aunque podría pensarse que acaso tal «título» podría ser el de colegiado, la legislación revisada se refiere expresamente al título de abogado sin contemplar la colegiación. Más aún: hasta el propio Estatuto de la Abogacía, disposición reglamentaria que sí pretende la imposición de la colegiación como requisito —como se verá—, disocia en su art. 34  «todo acto de intrusismo» respecto de lo que denomina «casos de ejercicio ilegal» (por más que no haya ley vulnerada), en los que incluyen expresamente la falta de colegiación.

Con todo, la Audiencia Provincial de Madrid tuvo la oportunidad de fijar el ámbito del intrusismo en relación con la colegiación del abogado en su AAPM 938/2014, de 4 de diciembre, , personado en el proceso como acusación particular el ICA de Madrid. Concluye que «actuar como abogado sin estar colegiado ya no es ni siquiera falta penal, sino que por el art. 34 del nuevo Estatuto de la Abogacía aprobado el 12 de junio de 2013, cuestión de orden disciplinaria a denunciar ante el Colegio a fin de que por los órganos rectores de éste se adopten las medidas oportunas». Por lo tanto, la consecuencia de la no colegiación, en el ámbito sancionador, sólo podrían ser interna (con que el Colegio podría «expulsar» al abogado no colegiado del mismo). Distinto sería, claro está, que el cliente quisiera contratar a un abogado colegiado (como podría querer contratar a uno con un máster específico, no requerido por la legislación) y el abogado afirmara falsamente estarlo, afirmando de sí una cualidad inexistente (lo que podría llevar al incumplimiento del contrato o a la anulación del mismo por dolo, además de plantearse sobre dicho caso otras posibles soluciones en el ámbito penal o incluso respecto de las normas publicitarias y de la competencia, en lo aplicable).
Más allá del ámbito penal, si se entendiese que la colegiación es una cualidad necesaria para el abogado que interviene en el proceso, la inexistencia de tal colegiación debería determinar la nulidad de las actuaciones, de conformidad con lo dispuesto en el art. 238 LOPJ ). En ese sentido, el AAP de Sevilla 87/2010, de 11 de junio , (, declara la nulidad de actuaciones respecto al juicio oral celebrado, por encontrarse el abogado suspendido de colegiación durante el mismo. A la misma conclusión llega el AAP de Cantabria 26/2012, de 1 de marzo, declarando la nulidad de la contestación a la demanda (y otorgando nuevo plazo de veinte días para contestarla, lo que merecería su propio comentario en cuanto a la aplicación en tal supuesto de la nulidad decidida). El valor de tales pronunciamientos, con todo, ha de ponderarse teniendo en cuenta que el cambio fundamental introducido en la Ley 34/2006 se mantuvo en vacatio legis hasta 2012, de forma que durante los hechos enjuiciados no se encontraba en vigor. Sí falla sobre la legislación vigente el AAP de Baleares 202/2016, aunque lo hace bajo la fundamentación jurídica principal de un mero reglamento —el Estatuto General de la Abogacía— que, como se verá, puede entenderse insuficiente como para ser fuente de una limitación del alcance que pretende.
Por otra parte, la SAP de Tarragona 330/2003, de 14 de julio , pese a resultar anterior a la actual legislación en vigor respecto a la colegiación, ya concluía que «no es lo mismo carecer de abogado que el abogado carezca de la condición de colegiado, pues en el primer caso se carece de defensa y en segundo la defensa no carece de conocimiento, si no de un requisito colegial que afecta a su válida actuación pero que no necesariamente se traduce en indefensión», rechazando la nulidad de las actuaciones. La SAP de Granada 272/2015, de 9 de diciembre , entiende, frente a la actuación de un letrado que no se encuentra colegiado como ejerciente en ningún colegio, que «la falta de colegiación de un Abogado podrá acarrear las consecuencias disciplinarias y reglamentarias correspondientes, pero no debe provocar la nulidad de lo actuado a la vista de que no se ha causado indefensión a la apelante, la cual ha podido ejercer su derecho de defensa con todas las garantías legales».
En fin, el propio Tribunal Supremo, en su sentencia 591/2016, de 5 de octubre,ha decidido que «la realización de un acto procesal por un letrado no habilitado, no es, a juicio de esta Sala, un supuesto que encaje en el art. 225.4 LEC y que dé lugar a la nulidad automática o de pleno derecho como se pretende», rechazando que se trate de un supuesto de indefensión material para el cliente (aunque esta misma resolución, obiter dicta, afirma que tal tipo de ejercicio supone una «infracción administrativa» con «las consecuencias que, en su caso, sean procedentes», lo que acaso puede referirse, como ya hicieron otras resoluciones citadas, a los efectos deontológicos intracolegiales —por más que, en la práctica, tiendan a la ineficacia cuando el afectado no tiene especial interés en la colegiación—).
Por lo tanto, la doctrina jurisprudencial más reciente de las Audiencias y, más en concreto, la del Tribunal Supremo, rechaza que la ausencia de colegiación suponga un requisito de ejercicio de la abogacía en los términos del art. 238 LOPJ , y por ende rechazan también que tal ausencia pueda suponer por sí misma una lesión relevante para la tutela judicial efectiva del cliente (que sería el interés, por otra parte, al que la Ley debería tutelar si estableciese un requisito de colegiación).
Además, difícilmente puede entenderse la obligatoriedad de la colegiación como una cuestión de la relevancia bastante como para afectar al Orden público cuando, de hecho, existen excepciones generales explícitas al supuesto deber de colegiación, incluso en el propio ámbito interno colegial. En ese sentido no sólo quedan excluidos los abogados europeos que, de conformidad con el RD 936/2001  y la Directiva 98/5/CE  no necesitan colegiarse sino inscribirse en un Colegio (lo que es una facultad distinta, contenida en los arts. 17 y ss. del RD 936/2001 ; sino que el propio art. 17-5 del Estatuto General de la Abogacía ) establece que «No se necesitará incorporación a un Colegio para la defensa de asuntos propios o de parientes hasta el tercer grado de consanguinidad o segundo de afinidad». Como quiera que tales parientes no pueden tener menos derecho a la tutela judicial efectiva que cualquier otro ciudadano; ni, por ello, tampoco pueden tener una protección menor en cuanto a los requisitos exigibles para su defensa; cabe colegir que la colegiación no puede entenderse como un requisito objetivo que presuponga una mayor tutela de tales intereses.
La necesidad de una colegiación obligatoria no puede presumirse, como ya afirmó la STC 194/1998, , en cuanto a que «(…) la calificación de una profesión como colegiada, con la consiguiente incorporación obligatoria, requiere desde el punto de vista constitucional la existencia de intereses generales que puedan verse afectados o, dicho de otro modo, la necesaria consecución de fines públicos constitucionalmente relevantes. La legitimidad de esta decisión dependerá de que el Colegio Profesional desempeñe, efectivamente, funciones de tutela del interés de quienes son destinatarios de los servicios prestados por los profesionales que lo integren, así como la relación que exista entre la concreta actividad con determinados derechos, valores y bienes constitucionalmente garantizados»; y sigue «(…) las excepciones al principio general de libertad de asociación han de justificarse, cuando se obligue al individuo a integrarse forzosamente en una agrupación de base asociativa, por la relevancia del fin público que se persigue, así como por la dificultad de obtener ese fin sin recurrir a la adscripción forzosa al ente corporativo». Si ocurre que no sólo no se presume sino que, más allá de los controles y requisitos de formación y evaluación distintos de la mera colegiación, ésta no parece necesaria, y no se interpreta como tal tampoco por los tribunales, no parece quedar un amplio espacio para poder justificar no ya existencia de una restricción legal, sino de la razonabilidad de que la misma se establezca.

III. Motivos de la confusión
Pese a todo, es un hecho notorio que en el ámbito jurídico se asume la colegiación como un requisito efectivo y real. Tanto que no es improbable que, incluso antes de contrastar la legalidad al respecto, pueda darse el impulso de rechazar la idea sin más. Por eso mismo parece conveniente, además de exponer por qué no puede afirmarse que exista a día de hoy una reserva legal de ejercicio de la abogacía para los colegiados, señalar también cuáles pueden ser los motivos en los que se sustenta el convencimiento contrario.

1. La fuerza de la costumbre inveterada
Los Colegios considerados como tales —precedidos por cofradías de abogados y escribanos— cuentan con más de tres siglos de historia, relevancia e influencia en España (fechado como más antiguo el de Zaragoza, en 1578). Ya desde la Ley de 1617, recogida como Ley I del Título XIV del Libro IV de la Novísima Recopilación, quedaba establecido que «Los que de aquí en adelante trataren de abogar, antes que lo comiencen a usar, se examinen en el Consejo (…) Y todos los que fueren recibidos y aprobados por el Consejo, que no hubieren entrado en la Congregación de los Abogados, se escriban y entren en ella (…) so pena de caer e incurrir en las penas de los que abogan sin licencia». Imposición que, ahorrando su transcurso normativo, alcanzaba el ámbito criminal hasta 1989 en el art. 572 del Código penal , que hasta 1989 tipificaba de forma expresa como falta el ejercicio de la profesión sin colegiación, cuando fuera exigido reglamentariamente. En fin, y como se señaló, las nuevas reformas legislativas, están apenas en vigor desde hace un lustro o hasta menos tiempo, además de adolecer en ocasiones de una falta de claridad acentuada por la confianza de las propias normas en que el Legislador aportaría luz con normas que no han terminado de llegar.
De hecho, no debe costar reconocer que, por unos u otros motivos, con mayor o menor acierto, no es imposible que una eventual Ley de servicios profesionales acabe recuperando el requisito legal de colegiación para el ejercicio de la abogacía (así lo hacía, de hecho, el Anteproyecto de la Ley de Servicios Profesionales —retirado desde 2015— en su Disposición adicional primera). Pero no ha ocurrido aún. Frente a inercias tan notables hubiera sido ciertamente más eficaz una norma expresa que cambiara el paradigma, antes que una norma general cuyos efectos han supuesto tal cambio. Sin tal norma concreta, como llave del cambio, no extraña que el cambio tarde en asumirse. Incluso en el ámbito jurisprudencial no es extraño que se acuda en ocasiones, como se ha señalado en algún obiter dicta, a invocar «prohibiciones administrativas» genéricas, o «consecuencias pertinentes» inespecíficas. En última instancia no hay más derecho vigente que el Derecho en vigor. Desde el mismo, parecer harto difícil deducir por analogía una suerte de prohibición capaz de enervar la norma general vigente (que exige para el ejercicio, además del título universitario, únicamente el examen de habilitación) y crear una restricción de tal relevancia y extensión.
La fuerza de la costumbre es, genéticamente, la primera fuente del Derecho. Y no porque la costumbre convenza, sino porque parte de que se está ya convencido. Sin embargo, el límite está en la propia Ley que, conforme a lo expuesto, establece en la actualidad una reserva legal a efectos de limitar la prestación de servicios.

2. Normas colegiales que «imponen» la colegiación
Existen, sin duda, normas colegiales cuya literalidad parece prohibir el ejercicio de la abogacía sin colegiación. Así, el art. 11 del Estatuto General de la Abogacía establece que «Para el ejercicio de la abogacía es obligatoria la colegiación en un Colegio de Abogados, salvo en los casos determinados expresamente por la Ley o por este Estatuto General». Asume también el mismo texto en su art. 34  que el ejercicio sin colegiación supone un ejercicio ilegal: «Son deberes de los colegiados (…) denunciar al Colegio todo acto de intrusismo que llegue a su conocimiento, así como los casos de ejercicio ilegal, sea por falta de colegiación, sea por suspensión o inhabilitación del denunciado, o por estar incurso en supuestos de incompatibilidad o prohibición». El mismo «deber» y en los mismos términos —denominado en este caso obligación— recoge el art. 10.4 del Código deontológico de la abogacía.
Estas disposiciones, respaldadas por tanto por la costumbre como por su coincidencia con la normativa legal al respecto hasta hace bien poco, son un recurso tan fácil como discutible, fuente en muchos casos de la persistencia de la concepción forzosa de la colegiación. Sin embargo, desde una perspectiva de estricta legalidad, y al margen de la razonabilidad o no del contenido de un eventual deber de estar colegiado, los preceptos colegiales aludidos difícilmente pueden generar por sí mismos un verdadero deber en un sentido público, como requisito objetivo del ejercicio de la abogacía.
En primer lugar, se trata en el mejor de los casos de normas de carácter meramente reglamentario (lo es el Estatuto —no llega a tal consideración el Código deontológico—); y si ningún reglamento puede establecer una categoría de forma autónoma, praeter legem (4) , mucho menos puede imponer una prohibición en contra no sólo del art. 3 de la Ley 2/1974 , que precisamente establece como general el libre ejercicio salvo restricción legal expresa; sino también de las normas reguladoras de la competencia, en lo aplicable, que —desde la reforma introducida por la Ley 52/1999 — dejaron de contemplar hasta las disposiciones reglamentarias secundum legem (5) , requiriendo una expresa norma de rango legal (tal y como mantiene el actual art. 4 de la LDC .Además, como ya se ha señalado, también el TC ha insistido en numerosas ocasiones la necesidad de la intervención del Legislador —estatal— para fijar límites de tal intensidad que afectan a la igualdad en el ejercicio de los derechos y deberes constitucionales (así las SSTC 889/1989; 144/2013 ; o 69/2017 , entre otras).
En segundo lugar, aun en el mero ámbito reglamentario, y prescindiendo de la contradicción legal aludida, tampoco podría el Estatuto General de la Abogacía desarrollar un contenido contrario al propio ámbito que, como norma específica, la Ley le reconoce. No se trata de que ya el Estatuto General de la Abogacía tenga su origen en la propuesta del propio Consejo General de la Abogacía Española —órgano representativo, coordinador y ejecutivo superior de los Colegios de Abogados de España, y por ende de difícil imparcialidad en esta cuestión—, pues al fin y al cabo fue aprobado como Real Decreto. Se trata, sin embargo, de que el ámbito y alcance de los Estatutos de los Colegios profesionales queda fijado en el art. 6 de la Ley 2/1974 , disponiendo en su apartado 3 la relación de materias que pueden desarrollar. Todas ellas, sin excepción, se refieren a la regulación ad intra, relativa a los sujetos integrados en el Colegio; sin posibilidad de establecer a su través normas que pudiesen aplicarse a los no colegiados —como el deber de colegiación para los mismos—.
En tercer lugar, y en íntima conexión con las consideraciones anteriores, cuando se trata de normas de régimen interno, éstas sólo pueden tener efectos frente a los miembros asociados a tal conjunto normativo, por lo que su eficacia será necesariamente limitada si los efectos de tales normas no pueden extenderse a ámbitos distintos del colegial. Si la consecuencia del ejercicio no colegiado es la expulsión del colegio, sin otras consecuencias jurídicas previstas para tal supuesto, probablemente costaría entenderlo como una norma de aplicación general y efectividad real. No quiere decir esto que deban quedar estas disposiciones vacías de contenido normativo: al contrario, la autorregulación puede suponer un fenómeno valioso y valorable, y bien pueden disciplinar tal obligación en el ámbito asociativo, previendo internamente las consecuencias que estimen oportunas; pero sin pretender sustituir con ello las decisiones de política legislativa que sólo el Legislador debe poder imponer.

3. Supuestos distintos al ejercicio ordinario: la colegiación como instrumento
Distinto a cuanto se ha tratado, sería el supuesto en el que el cliente no tiene la posibilidad de escoger libremente al abogado que ofrece sus servicios. En esos supuestos es razonable que no sea suficiente la mera posibilidad general para ejercer como abogado, sino el establecimiento de un sistema específico de garantías que compense la predeterminación. Así, puede utilizarse —como se utiliza— a los Colegios —y la colegiación— como un instrumento de organización y distribución de los sujetos designables como abogados para los justiciables que no puedan designar ellos mismos a su abogado. Por ello en este ámbito la colegiación no sería un requisito general de ejercicio de la abogacía, sino de integración en un sistema diferente y de ámbito menor, para prestar servicio a los beneficiarios de la asistencia jurídica gratuita (cedida respecto a la misma la gestión y organización de los servicios de abogado a los Colegios, en los arts. 22 y ss. de la Ley 1/1996 ). No en vano, la colegiación no es el único requisito adicional que se exige a los generales para el ejercicio de la abogacía en el régimen de asistencia jurídica gratuita: también se requiere, por ejemplo, acreditar tres años en el ejercicio efectivo de la profesión (Orden de 3 de junio de 1997, primero, 1, b) . En el mismo sentido, distintos serían también otros supuestos como el ya aludido del abogado europeo, para el que actuaría el Colegio instrumentalmente, como «autoridad competente», siéndoles confiada una función de control de naturaleza administrativa.
En suma, cuando el ejercicio de la abogacía deja de resultar la prestación de un servicio cualificado en un mercado abierto para integrarse en un servicio distinto, especial de contenido incluso en parte administrativo, pueden imponerse presupuestos o procedimientos especiales, sin que ello afecte en nada a la consideración de la circunstancia general tratada. Bien está que pueda exigirse colegiación para esos supuestos, pero ello no puede significar que deba imponerse para el ejercicio general.

IV. Beneficios o perjuicios de la colegiación obligatoria
En general, parece claro que el ejercicio de la abogacía supone una función social distinta a muchos otros servicios. No sólo ocurre que los intereses de los particulares pueden ser esenciales para los mismos —pues dependerá del caso— sino, sobre todo, la tutela judicial de tales intereses que sólo podrá ser verdaderamente efectiva bajo unos presupuestos elementales de capacidad real de defensa en el proceso, lo que sólo puede alcanzarse desde la intervención letrada que el abogado aporta. Por ello, resulta razonable la exigencia de requisitos para que el prestador del servicio pueda cumplir esa función como abogado.
Una cualificación objetiva básica, como la titulación universitaria exigida, puede cumplir esa función (cuestión distinta es que la actual heterogeneidad de planes de grado para cada facultad sirva de forma óptima a este cometido). Una prueba de conocimientos igualmente objetiva, como un examen de capacitación, también puede ser idónea para controlar los conocimientos efectivos de los que hubieran de ejercer la abogacía (cuestión distinta es que la prueba actual, tal y como está planteada en cuanto a su contenido y diversidad territorial sirva de forma idónea a tal función). Cabe plantearse, en fin, si también la colegiación sería un requisito idóneo, que debería establecerse, en el sentido para el que el AAP de Madrid 938/2014, de 4 de diciembre, concluye que «debido al bien jurídico protegido, que no es tanto los intereses corporativos de una determinad profesión como el interés general de la sociedad sobre la realidad de la preparación técnica y académica exigible a determinados profesionales, lo relevante es esa carencia de preparación, que viene objetivamente determinada por un título académico expedido por el Estado pues ello supone un fraude social y al tiempo un peligro para la atención que la sociedad tiene derecho a recibir de quienes se presentan como profesionales de una determinada rama o especialidad del saber».

De la jurisprudencia revisada (consolidada en la STS 591/2016 — ), también puede deducirse que tampoco la colegiación, por sí misma, aporta un valor añadido intrínseco —y necesario— a la tutela de los derechos de defensa del cliente. Y es que, desde una mera consideración objetiva, si la colegiación no supone ninguna prueba adicional, ni puede aportar por sí misma ninguna competencia o conocimiento añadido para el que se colegia, difícilmente puede suponer una diferencia material relevante. Parece difícil sostener que, por la mera pertenencia a un Colegio, sin participar en ninguna otra actividad —pues ninguna otra es obligatoria— el colegiado vaya a aprender más, tener más formación o prestar un servicio mejor. De hecho, existen hoy muchos abogados ejercientes, todos colegiados, y entre los mismos puede haberlos más diligentes y formados, o menos —al margen y a pesar de su común colegiación— (6) . Tampoco parece que funcione la colegiación forzosa como un sistema general que limite el acceso a la profesión, pues cualitativamente tal límite parece fácilmente superable por todos —colegiándose—; y cuantitativamente no parece en exceso limitativo cuando España cuenta con casi 300 abogados por 100.000 habitantes, siendo la media europea la mitad (7) ). Por lo tanto, resultando la colegiación a los efectos tratados una circunstancia principalmente formal, resulta difícil poder justificar que tal formalidad deba torcer por sí misma, y sin otra apoyatura legal, el sentido y función del art. 3 de la Ley 2/1974 , restringir la libertad de prestación de servicios, y limitar el contenido primario del art. 35.1 CE , en los términos utilizados por la STC 69/2017,
Podría argumentarse que la colegiación no es un acto neutro, sino que presupone la integración del abogado en un sistema auto regulado, que beneficiaría al cliente como si se tratase de un subordenamiento añadido al general —fundamentalmente en el ámbito deontológico— que reforzaría la regulación del abogado y, con ello, la prestación de su servicio (8) . Sin embargo, tal consideración se encuentra con algunos obstáculos:
En primer lugar, las normas o contenidos que la colegiación pueda suponer para los abogados, pueden ser o no necesarios respecto a la función que realiza. Si fueran contenidos necesarios, hasta el punto de poder justificar la exigencia de colegiación, no parece razonable que quedaran entonces tales cuestiones esenciales al albur de las decisiones del Colegio o de los colegiados: debería ser la Ley quien las impusiera en todo caso. Si el Legislador deja estos contenidos deontológicos para que los colegios decidan mantenerlos o no, con una u otra extensión, entonces no parece que puedan tener la relevancia suficiente como para justificar la conculcación de la norma general de no necesidad de colegiación, ésta sí decidida por el Legislador.
En segundo lugar, y partiendo de lo anterior, precisamente si se trata de contenidos no esenciales, aun en el caso de que pudiesen ser convenientes, no parece convenir tanto llegar hasta la imperatividad. En el ámbito de la gradación de la utilidad, parece más razonable que sea el propio cliente quien tenga la posibilidad de valorar la colegiación, así como lo que incorpore, en relación a sus propios intereses (9) . Es cierto que la información del cliente tiende a ser no sólo imperfecta sino marcadamente asimétrica frente a la del abogado; pero frente a tales problemas la imposición —también para el cliente— parece peor solución que otras que pudieran incidir en el desplazamiento de los costes de información, o el fomento de esta de cualquier otra forma. En última instancia, más allá de los límites estrictamente necesarios, en una economía de mercado debería ser el cliente el que fuera capaz de ponderar el precio del servicio con la calidad del mismo, y decidir en consecuencia (10) .
En tercer lugar, acaso no debería asumirse sin más que las normas deontológicas redunden necesariamente y en todo caso a favor del cliente, o de su derecho de defensa (11) . Así, por ejemplo, los deberes establecidos por el Código deontológico de secreto entre letrados (incluso frente al propio cliente, del que podría haberse actuado como mandatario) —art 5.3 —; de solicitud de venia al abogado anterior del cliente —art. 9 —; o de intento de mediación forzosa, antes de demandar a otro abogado —art. 12 —; no parece que sean disposiciones quede siempre favorezcan al cliente, sino en su caso —y de forma discutible— al gremio. Incluso, muchas de disposiciones que parecen incidir en favor del cliente, acaso ni siquiera resulten útiles como contenidos a integrar en el contrato ex art. 1104 ), pues en muchos casos resultan redundantes con el régimen ordinario de responsabilidad contractual del abogado como profesional, sin aportar un contenido netamente diferencial o específico (no parece por ejemplo, que de no ordenar el art. 13.10 del Código deontológico que el «el abogado asesorará a su cliente con diligencia, y dedicación (…)», pudiera el abogado hacerlo con negligencia y desgana).
Por otra parte, tampoco parece indiscutible que para los propios abogados el que la colegiación fuera forzosa suponga necesariamente un beneficio. De hecho, se plantean dos alternativas posibles: o el abogado percibe que el colegio le supone un beneficio, o entiende que no es ese el caso. Si entiende que le es beneficioso, y compensa así el coste de la colegiación, tal abogado querrá colegiarse sea o no obligatoria la colegiación. Nada aportaría la obligatoriedad, cuando resulte claramente un beneficio. En el segundo de los casos, si el abogado entiende que no le aporta una utilidad la colegiación, la mera imposición de la misma tampoco la haría más beneficiosa, por lo que no parece que encontrar tampoco demasiado sentido en ello.
Sólo si la colegiación no resulta forzosa existe la posibilidad de elección y, con ella, la posibilidad de afirmar el equilibro natural entre prestación y precio. Lo misma voluntariedad se hace igualmente necesaria para que funcionen los estímulos naturales que impulsan al proveedor de cualquier producto para mantener un valor acorde a su precio. Tampoco puede descartarse el riesgo de alienación del abogado respecto al colegio cuando no elija formar parte de él, sino que se trate de un mero sometimiento a la cuota o requisitos formales forzosos, sin una verdadera integración o representación profesional. Así por ejemplo, y aunque no cabe duda que se responde también a otros muchos factores, en las últimas elecciones del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid —el que más colegiados tiene en España— votó únicamente el 13,95% del censo, lo que parece una participación escasa. Resulta especialmente relevante en tanto la STC 89/1989, ya partía de que «(…) la exigencia democrática que la C.E. impone como requisito expreso (…) constituye en sí misma un contrapeso, una compensación del deber del titulado de inscribirse y a la vez una garantía de que esa obligatoriedad estará sujeta al control democrático de los mismos colegiados»). Y, más aún, si acaso se quisiera justificar la obligatoriedad de la colegiación como una forma de sostener su función instrumental, en cuanto a herramienta a través de la que se realizan determinadas funciones propias de la Administración, no parece que tales funciones sociales generales debieran estar sostenidas únicamente por las contribuciones particulares de los colegiados, sino más bien participar de los presupuestos públicos.

¿Quiere todo esto decir que la colegiación resulta ser un fenómeno intrínsecamente negativo? En absoluto. Los Colegios realizan ya hoy una función útil innegable, sólo ocurre que la obligatoriedad de la colegiación acaso actúe como impedimento para que pudiera ser incluso mejor. No en vano, se trata de un instrumento especialmente cualificado para alcanzar fines que difícilmente podrían conseguirse si no fuera a su través. Tanto para los clientes como para los abogados. Para el cliente, puede suponer una herramienta de información, capaz de cualificar a los abogados colegiados como miembros de un colectivo sometido a una regulación que transmita una mayor calidad, seguridad o transparencia. Para conseguir tal propósito, el Colegio sí tendría un estímulo claro de beneficiar objetivamente al cliente, para poder representar un signo específico de calidad y confianza, excluyendo del mismo a los abogados que no cumplieran unos requisitos más exigentes que los mínimos —que sólo podrían serlo, precisamente, por no ser requisito mínimo de ejercicio, sino aspiración máxima de excelencia—. Al tiempo, si el cliente percibe así la colegiación, y valora más al abogado colegiado que al que no lo esté, a los propios abogados interesará colegiarse y someterse a tales criterios de excelencia que les permitiera descartarse como tales. Se garantizaría también que el Colegio, lejos de poder confiar en la seguridad de cuotas forzosas, dedicara su esfuerzo en justificar el valor de las mismas, trasladando tales beneficios a los colegiados. Además, una mayor implicación y una pertenencia decidida, podría también coadyuvar a la participación, representación y, por ende, en una mayor eficacia de la función corporativa profesional.

V. Conclusiones
 
PRIMERA. Puede discutirse la existencia inequívoca de un deber legal de colegiación forzosa. Al contrario, existen normas al respecto, generales y específicas, que sí configuran un sistema regulado y tutelado, en el que se establecen cautelas y requisitos para el ejercicio de la abogacía (requisitos objetivos y adecuados, de formación y evaluación de la capacitación real del letrado). Y no se incluye entre los mismos el deber de estar colegiado para ejercer como abogado.
SEGUNDA. Aun cuando pudiera deducirse alguna norma favorable a la colegiación, acaso en un status quo atrincherado en las sombras de disposiciones no siempre claras, podría ocurrir que se tratara de una suerte de deber sin consecuencias jurídicas de su incumplimiento: siempre y cuando no haya engaño al cliente, informado de la ausencia de colegiación, no cabría ni entender que ha existido indefensión (ni, por tanto, cabría dictar nulidad de las actuaciones procesales practicadas); ni tampoco se habría cometido delito de intrusismo ni ningún otro. Ni siquiera parece sencillo encontrar ninguna infracción administrativa, ni ninguna otra consecuencia en perjuicio del abogado más allá de las puramente colegiales (que, por no estar colegiado, tampoco tendrían un efecto mucho mayor).
TERCERA. Además, lejos de entenderse la eventual inexistencia de un deber de colegiarse como un problema, se podría señalar beneficios que tal circunstancia podría suponer tanto para los clientes como para los abogados y, por lo tanto, también para los propios Colegios. Las estructuras representativas, la implicación de los sujetos, y los estímulos de cooperación —interna y externa— podrían nutrirse y crecer con una colegiación que, siendo voluntaria, sería entonces forzosamente útil para convencer la voluntad de quien puede decidir colegiarse, haciendo así mejor la propia colegiación.
(1)
«La colegiación obligatoria es un poder inmenso que el Estado concede a un grupo ciudadanos y que no concede a ningún otro grupo y por tanto debe examinarse con sumo cuidado el uso que se hace de tal poder», «Propuesta para adecuar la normativa sobre las profesiones colegiadas al régimen de libre competencia vigente en España» CNDC, 1992, p. 17.
 
«El cambio es muy trascendente en la medida en que se invierte el orden anterior (…) con la reforma la colegiación será en principio voluntaria excepto en los casos, se supone que excepcionales, en que se establezca legalmente su obligatoriedad», VÁZQUEZ ALBERT, D., «Liberalización de servicios profesionales y Ley Ómnibus», LA LEY 19641/2009.
En este sentido, como fundamento de la obligatoriedad, entiende TRAYTER JIMÉNEZ, J.M., que «(…) esas profesiones con Colegios Profesionales de colegiación obligatoria deben reducirse a un núcleo duro, del que jamás nos tendríamos que haber desviado: Colegios Profesionales de profesiones jurídicas (abogados, procuradores) cuya esencia es la protección de los derechos de defensa del ciudadano y hacer posible el derecho a la efectividad de la protección judicial (art. 24 CE ))», en «El futuro de los Colegios Profesionales: perspectivas tras la Directiva de Servicios y ante la futura Ley de Servicios Profesionales», en Por el derecho y la libertad, v. II, ESTEPA MONTERO, M., y SORIANO GARCÍA, J. E. (dir), Iustel, 2014.
 
GARRORENA MORALES, A., (1980) El lugar de la ley en la Constitución española, Madrid: CEPC, pp. 91 y ss.
 
«(…) con lo que el ámbito de conductas exentas de prohibición por vulneración de la LDC quedó restringida a los supuestos en que una Ley lo autorizara directamente, no cuando lo hiciese una disposición reglamentaria, aunque se dictase en aplicación de una Ley, lo que, en definitiva, impedía que la norma elaborada por los Consejos y Colegios Profesionales pudiese autorizar conductas restrictivas de la competencia; situación que se mantiene», ORTEGA REINOSO, G., en «Ejercicio colectivo de la abogacía desde la perspectiva del derecho de la competencia», Diario LA LEY n.o 6976, 2008, LA LEY 3687272008.
 
Tampoco parece cuestión nueva: ya BERNÍ Y CATALÁ, J., promotor por cierto de la fundación del Colegio de Abogados de Valencia, recogía en 1769 que «Como los mortales estamos circuidos de amor propio, y los entendimientos son tan limitados; nadie piensa que es ignorante; y el más furioso loco tiene por loco al más cuerdo; y el más corto Abogado tiene presunción de inteligente (…) Logran muchos el Grado, pasan la práctica paseando, y después sucede lo que experimentamos (…)», en «El abogado penitente y el pleito más importante», Imprenta de Francisco Bertón, pp. 9-10.
En concreto, con datos de 2014, España contaba con 291 abogados por cada cien mil habitantes, siendo la media de 147, tal y como recoge el informe de la Comisión Europea para la Eficiencia de la Justicia, «European judicial systems. Efficienciy and quality of Justice», 2016, p. 160.
Así lo entiende MAGRO SERVET, V., «los colegios profesionales, y en concreto la abogacía española, garantizan que los profesionales en ellos integrados realizan su actividad profesional de prestación de servicios en condiciones de control y calidad y con la debida formación garantizada de los que se integran en el colegio» en Diario LA LEY, n.o 8115, 2013  aunque quizá podría discutirse, además de la formación que garantiza —no facilita— el Colegio, la analogía planteada entre la autoregulación de carácter penal introducida en el art. 31 bis CP (fundamentalmente para empresas que no comparten con los Colegios los tradicionales problemas de societas delinquere non potest, pues los colegiados son —y siempre han sido— sujetos naturalmente autónomos de responsabilidad —tanto penal como civil—.
Ver Texto
«Al reducir la oferta de servicios, se reducen los incentivos de los profesionales a prestar servicios de mayor calidad y a innovar, se incrementan los precios de los servicios y se facilita la aparición de acuerdos o prácticas concertadas restrictivas de la competencia que refuerzan los efectos negativos anteriores, por lo que resultan, por lo general, contrarias a los intereses de los consumidores y de los usuarios de los servicios», Informe de la CNMC de 8 de octubre de 2015, IPN/CNMC/22/15, p. 8.
Además, «(…) como feliz consecuencia del aumento del nivel educativo en nuestro país, el número de colegiados en la mayoría de las profesiones tituladas es lo suficientemente grande como para que, en estos momentos, no haya necesidad de introducir competencia desde fuera de los Colegios sino que puede bastar con la competencia que se hagan entre sí los colegiados para obtener los beneficios sociales que produce la competencia en libertad», «Propuesta para adecuar la normativa sobre las profesiones colegiadas al régimen de libre competencia vigente en España» CNDC, 1992, p. 17.
No en vano, «Las actuaciones llevadas a cabo por Colegios que persiguen una configuración monopolística del mercado, en su ámbito territorial, en beneficio propio, sin que ello suponga ninguna ventaja para los usuarios finales ni tenga como objetivo último razones de interés público, han sido declaradas prohibidas en varias ocasiones por el TDC, al considerar que con este tipo de actuaciones se trata de eliminar del mercado competidores que podrían introducir elementos que favorecen la concurrencia entre distintos operadores económicos, reduciendo la capacidad de elección del consumidor del profesional que quiere contratar en función de la relación coste-calidad del servicio prestado», GUZMÁN ZAPATER, C., y LILLO ÁLVAREZ, C., en «La aplicación de la normativa de defensa de la competencia a los colegios profesionales. Determinación de la autoridad competente»,



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