En ocasiones, el abogado se preocupa enormemente por los casos que está defendiendo, de tal modo que no puede dejar de pensar en ellos y en su posible resolución.
Esta situación, que podría considerarse positiva si se adopta con cierta prudencia, se vuelve patológica cuando la implicación es tal que comenzamos a sufrir como si del propio cliente se tratara. Nos desvelamos por la noche pensando en el caso, nos indignamos ante el mero pensamiento de la conducta del contrario, anhelamos una solución favorable y, literalmente, sufrimos pensando en un posible fracaso ante nuestro cliente. Las consecuencias de esta actitud no se hacen esperar: insomnio, úlceras, distracciones e incluso cierta agresividad que van a pasar factura tanto a nuestra vida personal como profesional.
Esta es una conducta muy propia del joven abogado cuando llevan sus primeros asuntos, si bien la experiencia y la práctica va reduciendo tal comportamiento hasta llegar un punto en el que su involucración se modera hasta lo estrictamente necesario, quienes no superan esta situación acaban abandonando la profesión o continúan en el ejercicio profesional padeciendo (y haciendo padecer a los demás, especialmente a su familia) un verdadero infierno.
Dicho esto, el objeto de este post no es otro que alertar a aquellos compañeros que al leer estas líneas puedan verse identificados de algún modo, a fin de que adopten las medidas necesarias para modificar dicha tendencia, pues como todos hemos podido comprobar por nuestra propia experiencia, la excesiva involucración llega un punto que nos resulta insoportable por afectarnos personal y profesionalmente, siendo conveniente una aproximación al cliente y a su asunto con cierta distancia y moderación. Naturalmente, lo dicho sobre la excesiva implicación es aplicable a la dejadez, desidia o pasotismo que conlleva la nula implicación en el caso (mucho menos frecuente, claro).
Pero, ¿cómo podemos alcanzar el punto medio de implicación entre ambos extremos?
Para ello, vamos a establecer una serie de razones a modo de consejos que podrían ayudarnos a reflexionar sobre lo pernicioso de una excesiva implicación con nuestro cliente y su asunto:
1º.- Cuando el cliente se presenta en el despacho del abogado viene para que lo asesore y defienda y, ¿sabes por qué? Porque él se ha metido o alguien lo ha metido en el problema en el que se encuentra. La causa última de que esté en el despacho deriva del propio cliente, quien lo que busca es ayuda en forma de asesoramiento. Si te vas a angustiar por lo que otro ha hecho, viviéndolo como si tú fueras el causante del problema, prepárate para sufrir. Por ello, cuando te veas implicándote más de la cuenta piensa en que la raíz del problema que estás solucionando es completamente ajena a ti, y te aseguro que te ayudará a ver las cosas desde otra perspectiva.
2º.- Aunque a veces los clientes piensan que si el abogado está emocionalmente implicado en el caso realizarán una mejor defensa, están completamente equivocados. El abogado debe crear una distancia emocional con su cliente que le permita alejar la subjetividad que éste va a imprimir a todas sus acciones, pues siendo objetivo, es como el profesional podrá barajar todas las alternativas de defensa posibles, sea cual sea la incomodidad, malestar o incluso discrepancia de su cliente. El buen abogado debe ser empático y saber ponerse en el lugar del cliente para entender sus emocionales, pero ello no significa que debamos identificarnos con él, puesto que en tal caso perderemos la objetividad que exige la aplicación de nuestros conocimientos técnicos y prácticos a la solución del caso.
3º.- ¿Ves a esos compañeros que cuando llegas a la puerta de la sala acompañando a su cliente y cuando los miras te vuelven la espalda o te responden con hostilidad? Pues esos compañeros están excesivamente implicados con sus clientes hasta el punto de que temen que éstos les recriminen que hablen o incluso saluden al "enemigo". La excesiva involucración conduce inevitablemente al incumplimiento de obligaciones deontológicas como la lealtad a los compañeros que flaco favor le hacen a nuestra profesión. Si estás excesivamente involucrado, es probable que actúes de forma hostil frente al contrario y a su cliente, bien porque sientes que debes hacerlo, bien a modo de pantomima ante tu cliente, conducta que a larga se paga pues "los clientes y los casos pasan y los abogados quedan...".
4º.- ¿Tú no tienes tus propios problemas? Pues, ¿para qué quieres más problemas? Si te identificas con tu cliente asumes el suyo, esto te llevará a padecer en un grado muy aproximado a lo que sufre el cliente Y digo yo, ¿Para qué? ¿Para ignorar tus problemas y centrarte en los del cliente? Mal negocio...
5º.- Si te involucras más de la cuenta acabarás física y psíquicamente destrozado, no lo dudes. La razón de ello radica en que tu no llevas un solo caso, sino una o dos docenas, cada uno con su problema particular de fondo, de modo que si vives cada caso identificándote con el cliente y su problema (además de los tuyos) acabarás exhausto y no tendrás otra salida que dejar la profesión (posible síndrome burnout) y si aguantas, solo espero no encontrarme contigo en una sala de vistas. Ya lo decía Eduardo J. Couture en su famoso decálogo: Olvida. La abogacía es una lucha de pasiones. Si en cada batalla fueras llenando tu alma de rencor llegaría un día en que la vida sería imposible para ti. Concluido el combate, olvida tan pronto tu victoria como tu derrota.
Concluir señalando que si encontramos el punto medio, no ajeno a la administración de un cierto estrés y tensión profesional, no solo asesoraremos y defenderemos a nuestro cliente con más eficacia, sino que tendremos la oportunidad de disfrutar a conciencia del camino profesional que recorremos a diario.
Óscar Fernández León
Socio Director de LEON & OLARTE FIRMA DE ABOGADOS, SLP y Experto en Gestión y Organización de Despachos Profesionales
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